lunes, 24 de junio de 2024

ÉTICA PÚBLICA

CORRUPCIÓN, VIOLENCIA Y DESIGUALDAD EN COLOMBIA

Por: Gabriel Bustamante Peña[1]

Una primera mirada sobre los efectos de la corrupción en las víctimas del conflicto armado, nos llevaría a concluir que, de los 60 billones al año que se pierden por culpa de la corrupción, según cálculos conservadores, se cubriría el déficit de la ley de víctimas para atender a los millones de afectados por el conflicto, con lo que se solucionarían totalmente sus problemas de vivienda y de indemnización administrativa.

Corrupción que definitivamente impacta la vida de las víctimas, porque son los niños de zonas de guerra los que mueren por falta de agua potable, como en el Chocó o la Guajira; son las madres gestantes que pierden a sus bebes por falta de atención médica y ausencia de hospitales en zonas de conflicto, como en la Costa Pacífica o en Arauca, son población desplazada la que murió por tener sus casas en zonas de alto riesgo, como en la tragedia de Mocoa.

Pero para desarrollar integralmente la relación entre corrupción, violencia y desigualdad en Colombia, vamos a partir de un concepto más amplio de corrupción, que el que tradicionalmente manejamos, esto es, vamos a ir más allá de la mirada tradicional de la corrupción como una apropiación y malversación ilegal de recursos económicos, especialmente públicos, para centrarnos en una noción más amplia de corrupción como el uso indebido o el abuso del poder político, social, económico, militar, burocrático, cultural o espiritual; volviendo al origen de la discusión sobre la corrupción, planteada por Lord Acton en 1887, cuando acuñó su famosa frase: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Una mirada de la corrupción (como abuso del poder) desde los derechos humanos y desde las víctimas, necesariamente nos llevará a asimilar la corrupción por el número de cientos de miles de vidas pérdidas, por los miles de desaparecidos, por los millones de desplazados internos, por el número de personas afectadas física y psicológicamente por la violencia, por la falta de acceso a la democracia y a los derechos políticos de la gran mayoría de los colombianos, por la falta de oportunidades y la negación de los derechos económicos, sociales y culturales de regiones enteras de nuestra abandonada geografía, y por la degradación de los bienes colectivos, especialmente al medio ambiente, que a diario envenenamos de diversas formas para satisfacer intereses particulares y actividades criminales como el narcotráfico o la minería ilegal.

De esta forma, llegamos a un análisis del conflicto armado que, de fondo y en sus orígenes un problema eminentemente político, social, económico y cultural basado en el abuso histórico del poder. Conflicto que, además, se ha degradado inimaginablemente en el tiempo, hasta convertirse en un gran y continuo acto de corrupción donde, en medio de la guerra, se corrompió gran parte de la clase política, de la sociedad, de los empresarios, las transnacionales, los militares, la guerrilla y hasta algunos miembros de la iglesia. Guerra en la que, después de 52 años de muerte y destrucción, las guerrillas ya saben que no pueden llegar al poder a través de la violencia, y el Estado ya sabe que no puede aniquilar a las guerrillas a través de las armas; por esto, estamos hablando de una guerra inmoral, una guerra inútil y corrupta que nos cuesta vidas, que nos degrada como país, y que profundiza la desigualdad y la miseria, guerra de la cual se lucran económica y políticamente fuerzas oscuras que subyacen al conflicto.

Si miramos la historia del conflicto armado en Colombia, lo que encontramos es la radiografía del abuso del poder, origen, desarrollo y consecuencia a la vez de nuestra fratricida violencia. Las violencias partidarias, llevadas a guerras civiles a lo largo del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, no fueron más que el fruto de las hegemonías conservadoras y liberales que gobernaron excluyendo al contrario, aniquilando al opositor político, e imponiendo los intereses de sus respectivas élites, es decir abusando del poder absolutamente.

El siglo XX se desarrolló bajo enormes contradicciones y conflictos violentamente apaciguados por las élites políticas y económicas que manejaban el poder en aquel entonces. Protestas, como la huelga de los trabajadores de la United Fruit Company, a finales de 1928, donde miles de jornaleros, pequeños propietarios y comerciantes de la zona bananera del Magdalena, se levantaron contra la multinacional y contra el régimen conservador por sus dramáticas condiciones sociales y su humillante situación laboral, lejos de recibir atención de un gobierno formalmente democrático, lo que consiguieron fue la expedición de un decreto de estado de sitio. Orden, -al igual que hoy dictada por los poderes económicos predominantes- en el marco de la cual el Ejército, al servicio de una transnacional y no de la República, acribilló al pueblo reunido en asamblea. Después de la masacre, la tragedia no terminaría, comenzarían meses de detenciones masivas, desapariciones, violaciones, ejecuciones extrajudiciales y toda clase de atropellos aplaudidos y apoyados por la empresa bananera.

Marx, evocando a Hegel, decía que: “La historia se repite una vez como tragedia y otra como comedia”. La United Fruit Company, en años recientes volvería a ser protagonista de la historia violenta de Colombia, está vez vinculada a la financiación de grupos paramilitares y a su complicidad en el asesinato y la masacre de sindicalistas y comunidades de la región del Urabá. Por estos hechos, Chiquita Brands, como hoy se llama la transnacional bananera, afronta procesos judiciales en Colombia y EEUU.

La masacre de las bananeras fue la punta del iceberg que desató la caída de la hegemonía conservadora, desgastada precisamente por el monopolio y abuso del poder. Después vendría la última hegemonía liberal con drásticos cambios sociales y económicos, por medio de aplastantes medidas contra los conservadores y los sectores afines a estos, como la iglesia católica y los terratenientes. Medidas que causaron un atrincheramiento de un conservatismo dispuesto a todo, para no perder sus privilegios históricos, y que reaccionó violentamente generando desde 1946 una oposición criminal al liberalismo, en el cual los conservadores, decidieron anticiparse a la disputa electoral y eliminar físicamente a quienes podrían llevar el liberalismo al poder nuevamente. Campesinos, obreros y clases populares fueron masacrados por millares desde entonces y, por último, su líder natural, Jorge Eliecer Gaitán fue asesinado en un magnicidio del cual, aún hoy, estamos sufriendo las consecuencias.

El Magnicidio de Gaitán, ese fatídico 9 de abril de 1948, terminó de incendiar la etapa de odios partidistas exacerbados, coyuntura sangrienta conocida como “La violencia”, donde Laureano Gómez llegó a la presidencia como candidato único, ante la renuncia del aspirante liberal, Darío Echandía, por los múltiples asesinatos contra su partido que tocarían hasta su propia familia, con el homicidio de su hermano, Vicente Echandía.

El conservatismo volvió al poder y suspendió las Cortes, restringió las libertades y garantías civiles, pretendió acabar con el sindicalismo, la libertad de prensa y la libre expresión. Alimentó la violencia con sus medidas de represión y persecución de la oposición, período en el cual comenzó con fuerza el desplazamiento forzado, ante la arremetida de los terratenientes y su voracidad en la acumulación de tierras.

Para entonces, ya eran tristemente famosos los pájaros y chulavitas, precursores de nuestros actuales paramilitares; y como respuesta, se organizaron las primeras guerrillas, de filiación liberal, pero paradójicamente denominadas autodefensas. La violencia se degradó rápidamente y comenzaron las mutilaciones, las decapitaciones, las violaciones de mujeres, las masacres de niños y toda clase de atrocidades inimaginables. La guerra ya había dejado atrás la confrontación de los guerreros, perdiendo el honor militar, y convirtiéndose en una degradada carnicería contra los sectores más débiles e indefensos.

En medio de la cruel y vil confrontación entre los dos partidos tradicionales, asumió el poder el Comandante de las Fuerzas Armadas, el General Gustavo Rojas Pinilla, el 13 de junio de 1953. Golpe de facto al que llamarían “de opinión”, ya que, en él, estuvieron de acuerdo, o mejor dicho, se confabularon las elites de ambos partidos.

En este escenario, y cuando el General se perfilaba como un líder carismático dentro de los sectores populares y como un tirano en la clase media y alta de la sociedad colombiana, no pasaría mucho tiempo para que las mismas elites partidistas que lo habían llevado al poder le dieran la espalda. El 24 de julio de 1956, en la pequeña ciudad de Benidorm, España, Alberto Lleras y Laureano Gómez pactarían el derrocamiento del General y el establecimiento de un régimen bipartidista; que vería el camino despejado cuando, el 10 de mayo de 1957, caía el gobierno de Rojas Pinilla, este huía hacia el exilio y Colombia entraba a la vergonzosa época, precursora de la corrupción clientelista, del fin de las ideologías partidarias y detonante de la violencia contemporánea que se denominó: el Frente Nacional.

El pacto de paz que supuso el Frente Nacional sellaría las rivalidades entre las élites partidarias, más no en sus bases campesinas, que siguieron siendo relegadas y violentamente perseguidas, al igual que el movimiento sindical, social, universitario, las minorías políticas y los pueblos indígenas. Todo el poder político y social fue monopolizado por el bipartidismo, al punto que se creó la prohibición constitucional de participar en las elecciones por fuera de los partidos frente-nacionalistas, y los votos de quien se atreviera a participar serían anulados por la Corte Electoral.

Fruto de la represión a los movimientos sociales, sindicales y universitarios; del cierre de los espacios políticos por fuera del bipartidismo; de la exclusión de enormes franjas de la población; de la falta de oportunidades para la clase obrera; de la guerra sucia contra el campesinado y del trato inhumano con los indígenas, surgieron diferentes focos de oposición al Frente Nacional. Desde partidos clandestinos y movimientos sociales, hasta grupos armados organizados como guerrillas, como fue el caso de la mutación de las autodefensas campesinas liberales hacia las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC; el Ejército de Liberación Nacional, ELN; el Ejército Popular de Liberación, EPL; el Quintin Lame, entre otros.

Grupos armados que nacieron ante la corrupción, la persecución y el monopolio político del Frente Nacional, y bajo la influencia mundial de las guerras de descolonización y la revolución cubana; movimientos que pasaron del romanticismo armado y la ideología revolucionaria, a ser absorbidos por la degradación de la guerra y corrompidos en el tiempo por la misma dinámica pragmática de la violencia política, que los llevaría posteriormente a prácticas como el secuestro extorsivo, las masacres y el narcotráfico.

El Frente Nacional generó una gran cadena de indignidades políticas y actos de corrupción, cuya gota que derramó el vaso fue el escándalo que el senador liberal Anapista, Luís Ignacio Vives, llamó: “los vulgares negocios del Ministro de Agricultura con los latifundistas”, con documentos en mano, Nacho Vives denunció el tráfico de influencias a favor de los sectores más pudientes de la sociedad, y el descaro de beneficiar, con los dineros de la reforma agraria, no sólo a sus amigos, sino a ellos mismos. Mejor dicho, el Agro Ingreso Seguro de la época.

El día de las elecciones, fruto del escándalo, iba ganando la Presidencia el General Gustavo Rojas Pinilla, de la Anapo. La radio anunciaba una ventaja de más 116.000 votos de Rojas sobre Pastrana. Pero para sorpresa de todos en Colombia y, como dijo el director de noticias de Todelar, Antonio Pardo García: “Colombia se acostó con el triunfo de Rojas y despertó con la victoria de Pastrana”.

Al día siguiente, los gritos de “nos robaron las elecciones” y “respeten las elecciones” se oían por toda Colombia, pero la represión frente-nacionalista no tardó en callar a las multitudes. Ése día nació el proyecto de oposición armada al Frente Nacional, el Movimiento 19 de abril, M-19, del cual, paradójicamente harían parte sectores afines a las fuerzas armadas, hijos de militares y un puñado de muchachos universitarios.

El estigma de la última elección ganada por el Frente Nacional, nos acompaña hasta nuestros días, pero de ahí en adelante y terminando los años 70, las cosas empeoraron al producirse en el país una preocupante concentración del poder económico, una especulación en la finca raíz y el inicio de una elasticidad moral que empezó con la creación de la llamada “ventanilla siniestra” en el Banco de la República, por donde entraron confundidos con los dineros de la bonanza cafetera, todos los millones de dólares de los carteles de la marihuana, hasta el concubinato de la clase política, económica, sectores de las fuerzas militares, de la justicia y de la sociedad con los emergentes capos del narcotráfico, y posteriormente con los nacientes grupos paramilitares.

A finales de los setenta, ya el batallón de inteligencia y contra inteligencia de la XX Brigada del ejército, era acusado de patrocinar el grupo paramilitar “La Triple A (Alianza Anticomunista Americana). Organización terrorista, que colocó bombas en medios de comunicación, efectuó secuestros y desapariciones, amenazas a abogados, magistrados y jueces, e infringió inhumanas torturas sobre todo sospechoso de pertenecer a la subversión.

Una mal llevada lucha antisubversiva dio como resultado la degradación de parte importante de las fuerzas militares que, bajo el estatuto de seguridad, cometieron numerosas violaciones a los derechos humanos. Y paralelamente, comenzó también la degeneración política y social que trajeron los carteles del narcotráfico, quienes encontraron un país conducido por dirigentes sin principios éticos y pertenecientes a partidos sin ideologías, que deambulaban alrededor de componendas clientelistas.

Un país que sumido en la pobreza, hacinaba en los suburbios a miles de jóvenes sin esperanza, ni futuro, donde el paramilitarismo, el narcotráfico, la miseria y la corrupción política y empresarial, conformarían una bomba de tiempo que estallaría sin misericordia durante los ochenta, una avalancha destructiva que sigue arrasando, aun hoy, al pueblo colombiano.

Pronto los narcotraficantes, ya no sólo querían invertir su dinero financiando campañas; ahora querían ser los protagonistas de la política, siendo elegidos como los nuevos padres de la patria. Para esto, comenzaron la infiltración directa del Estado colombiano por medio de dos estrategias: su acceso a representación política en el Congreso de la República, para garantizar una legislación favorable a sus intereses, y la captación de instituciones públicas claves para impulsar su negocio, por medio de un tenebroso clientelismo, al que tenían acceso gracias a sus financiamientos electorales y a sus representantes en el Parlamento, entre ellos Pablo Escobar que por la época fungió como representante a la Cámara por Antioquia.

La política, se fue convirtiendo en el negocio perfecto (y lo sigue siendo). Lavaban el dinero sucio patrocinando campañas electorales, y luego recibían el doble o triple de lo invertido en contratos estatales, que no tenían problema de ingresar al sistema financiero. Además, bancos y empresas se pusieron a sus pies con tal de poder recibir parte de las ganancias, que bien sabían, tenían un origen oscuro y peligroso. El fútbol, la televisión, las modelos, las obras de caridad, en fin, en todo querían meter sus sucias uñas con tal de tener al país aletargado con los lujos que da el dinero fácil.

El asesinado Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, por eso advertía: “Mientras no se controle el lavado de activos, la lucha contra el narcotráfico no va a ir a parar a ningún lado” a la vez que, con papeles en mano, arremetía con sus denuncias que implicaban a partidos políticos, a grupos financieros, y a los clubes deportivos como el América, el Millonarios, el Santa Fe, el Nacional, entre otros.

Para esta época, los mafiosos ya habían comprado a buena parte de los miembros de la justicia, y a los jueces que se atrevían a investigarlos, los habían comenzado a asesinar. Habían infiltrado al ejército, a los organismos de seguridad y a la policía. Y empezaron a controlar a los grupos paramilitares por medio de la financiación y posterior organización de unas poderosas estructuras que trabajaban como el ala armada de su proyecto político.

Además, los narcotraficantes se aprovecharon de la miseria y el abandono estatal histórico, acentuado con el naciente neoliberalismo, para crear una base social afecta a sus propósitos, tanto políticos como criminales. Por una parte, pretendieron remplazar al Estado, que abandonaba sus funciones sociales, y montaron comedores comunitarios, construyeron polideportivos, edificaron viviendas con programas como “Medellín sin tugurios” -donde la meta de Pablo Escobar era financiar diez mil casas para los sectores más pobres de la ciudad-, entregaban mercados y se hicieron famosas las apariciones de Carlos Lehder repartiendo millones de pesos en los barrios pobres de diversas partes del país.

Paralelamente, su brazo armado empezaba a prestar servicios de seguridad en las zonas rurales y barrios periféricos; imponía las leyes, construía carreteras y comenzaron a desarrollar una contra-reforma agraria, desarrollada por medio del desplazamiento forzado que causó su máquina de terror y muerte entre los campesinos, y la consecuente concentración de tierras y de riquezas entre los narcos, los políticos y los empresarios afectos a su causa, y con la complicidad de funcionarios públicos que les facilitaban el despojo.

La miseria fue hábilmente aprovechada por las mafias para alimentar sus bandas irregulares. De esta forma, aquellos niños y jóvenes ignorados y ajenos a cualquier política pública, serían su carne de cañón para la guerra sucia que habían declarado clandestinamente desde entonces. La educación que no les brindó el Estado se la darían los narcos, y para esto, trajeron al maestro israelí, Isaac Guttnan Esternbergef, quien, a falta de pupitres, tizas y tablero, les traía algo más emocionante: motocicletas y ametralladoras.

Nacía la terrible escuela de sicarios de la motocicleta, donde este judío entrenó a niños pobres de Medellín, por más de siete años, en el arte de asesinar al prójimo, con el conocimiento y absoluta complicidad de buena parte de las autoridades. El examen final, consistía en un trabajo de campo donde el alumno debería asesinar a un blanco al azar, la muerte segura y la rápida huida garantizaban su entrada al mundo del sicariato. Niños graduados de esta escuela, serían los autores materiales de los asesinatos de candidatos presidenciales, periodistas, jueces, policías e inclusive, del mismo Isaac Guttnan, quien se volvió un testigo incómodo para políticos, empresarios y miembros de la fuerza pública que habían solicitado sus servicios.

El Ministro Lara Bonilla había advertido, en múltiples ocasiones, sobre lo peligrosa que se torna una sociedad donde no hay igualdad de oportunidades para la gran mayoría de los ciudadanos, y más una sociedad con débiles instituciones y asediada por las mafias del narcotráfico. En todos los escenarios repetía hasta el cansancio: “no se acabará la delincuencia mientras subsistan las oprobiosas condiciones sociales y económicas en que se encuentran millones de compatriotas (…) niños que desde el propio vientre de madres  desnutridas, antes de nacer ya están condenados a la miseria”

Como antagonista principal de esta gestación de corrupción a todo nivel dada en los años 80, Rodrigo Lara Bonilla pagó con su vida el enfrentar la narco-parapolítica naciente, y a partir de su asesinato, el presidente Betancur aplicó la extradición y desató la ira de la mafia y la época del narco-terrorismo. A lo largo de la segunda mitad de los ochenta, los narcos plagaron de bombas las calles de las principales ciudades; volaron centros comerciales; hicieron explotar un avión de Avianca en pleno vuelo; dinamitaron sedes de medios de comunicación; destruyeron el edificio del Das; asesinaron a centenares de jueces, policías y periodistas honestos; mataron a Don Guillermo Cano, al procurador Mauro Hoyos y al Coronel Ramírez.

Y, por último, y ya fusionados con el paramilitarismo que ellos mismos habían ayudado a conformar, asesinaron a los mejores hombres de la política colombiana. Ya que, sin importar que fueran de izquierda como Pizarro, de derecha como Álvaro Gómez o de centro como Galán; su ética pública era obstáculo que había que eliminar, para la instalación de un Estado mafioso que controlara las instituciones del gobierno, infiltrara el Congreso de la República, intimidara y captara a jueces y magistrados y silenciara a la prensa.

Hoy, como en su momento lo fue el proceso constituyente de 1991, la esperanza de alcanzar la paz se debate en un escenario contradictorio. Por un lado, apenas estamos cicatrizando las graves heridas que nos dejaron los capítulos recientes de la más degradada corrupción como el escándalo del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS; organismo del Estado que participó en los seguimientos y asesinatos de líderes sociales, profesores universitarios, sindicalistas, defensores de derechos humanos; o el escándalo del despojo de más de seis millones de hectáreas, con participación de notarios, oficinas de instrumentos públicos y del Incoder; o de la infiltración al Congreso de la República, conocida como la parapolítica, donde vimos a una buena cantidad de parlamentarios involucrados en desplazamientos forzados, constreñimientos y fraudes electrorales y hasta masacres; y ni hablar de los falsos positivos donde por el dinero de unas recompensas miles de jóvenes humildes fueron engañados, asesinados y presentados como guerrilleros dados de baja en combate; y por otro lado, la esperanza que da el inicio de la aplicación de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC y el comienzo de las negociaciones con el ELN.

Esperanza que actualmente se encuentra atemorizada por una transición que no es para nada fácil, un claroscuro que, como advertía Gramsci: “Cuando lo viejo no se ha acabado de ir y lo nuevo no ha empezado a llegar es el momento más peligroso para una sociedad, es cuando aparecen los monstruos”. Y en Colombia, a pesar de los acuerdos de paz con las FARC, la guerra no se acaba de ir y la paz no ha empezado a llegar, y en medio de esta dicotomía y esta lucha entre la esperanza y el miedo, tenemos que construir la paz, que no es más que construir unas nuevas relaciones éticas en lo social, en lo político y en lo cultural, ya que si la guerra es fruto de un gran acto de corrupción degradado en el tiempo, la paz debe ser fruto de un gran acto de conversión ética donde participemos todos, que nos permita reconciliarnos a partir de la verdad, la justicia, la reparación a las víctimas y la no repetición de los hechos que nos degradaron como país.

(…)

En este momento de tanta confusión la lucha contra la corrupción debe ser eso, mirar con atención, ir paso a paso hasta encontrar el camino correcto para lograr la construcción de un país más justo, digno y en paz, será duro y peligroso, pero tengan la seguridad que si lo hacemos bien, habrá valido la pena.

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[1] Gabriel Bustamante Peña: Abogado y Magister en Estudios Políticos; ha sido consultor en derechos humanos y política de víctimas de diversas instituciones nacionales y extranjeras; se desempeñó como subdirector de Participación de la Unidad para las Víctimas; y actualmente es el Defensor Delegado para la Orientación y Asesoría a las Víctimas del Conflicto en la Defensoría del Pueblo de Colombia.